Estas reflexiones salen de más que 40 años de ministerio como sacerdote católico. Pasé la mayoría de estos años en la Diócesis de Charlotte que está situada en Carolina del Norte occidental de los Estados Unidos. Ahora, estoy jubilado, y vivo en Medellín, Colombia, y sigo sirviendo como sacerdote en la Arquidiócesis de Medellín.

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En aquellos días, Pablo salió de Atenas y se fue a Corinto. Entró en la casa de Tito Justo, que adoraba a Dios, y cuya casa estaba al lado de la sinagoga. Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor, junto con toda su familia. Asimismo, al oír a Pablo, muchos de los corintios creyeron y recibieron el bautismo. (Hechos 18:1, 7-8)
Corinto fue una ciudad muy importante en el imperio romano. El Templo de Apolo era impresionante. Además había una sinagoga judía. Pero la pequeña comunidad cristiana fue más humilde. La comunidad se reunía en las casa de la gente.

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En aquellos días, los cristianos que ayudaron a Pablo a escapar de Berea, lo llevaron hasta la ciudad de Atenas. Pablo los envió de regreso con la orden de que Silas y Timoteo fueran a reunirse con él cuanto antes. Un día, mientras los esperaba en Atenas, Pablo sentía que la indignación se apoderaba de él, al contemplar la ciudad llena de ídolos. Entonces se presentó en el Areópago y dijo: “Atenienses: Por lo que veo, ustedes son en extremo religiosos. Al recorrer la ciudad y contemplar sus monumentos, encontré un altar con esta inscripción: ‘Al Dios desconocido’. Pues bien, yo vengo a anunciarles a ese Dios que ustedes veneran sin conocerlo. (Hechos 17:15-16, 22-23)
Parado en el Areópago de Atenas y mirando al Acrópolis, es muy fácil imaginar a San Pablo discutiendo con los Atenienses. San Pablo era muy valiente y sin miedo.

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A eso de la medianoche, Pablo y Silas estaban en oración, cantando himnos al Señor, y los otros presos los escuchaban. De pronto sobrevino un temblor tan violento, que se sacudieron los cimientos de la cárcel, las puertas se abrieron de golpe y a todos se les soltaron las cadenas. (Hechos 16:25-26)
Cuando visité a España, había iglesias con cadenas pegadas al exterior del templo. Las cadenas eran de prisioneros cristianos quienes fueron liberados durante la reconquista, o de los que habían redimidos de sus captores.

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En Filipos nos quedamos unos días. El sábado salimos de la ciudad y nos fuimos por la orilla del río hasta un sitio donde solían tenerse las reuniones de oración. Allí nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Entre las que nos escuchaban, había una mujer, llamada Lidia, de la ciudad de Tiatira, comerciante en púrpura, que adoraba al verdadero Dios. El Señor le tocó el corazón para que aceptara el mensaje de Pablo. Después de recibir el bautismo junto con toda su familia, nos hizo esta súplica: “Si están convencidos de que mi fe en el Señor es sincera, vengan a hospedarse en mi casa”. Y así, nos obligó a aceptar. (Hechos 16:13-15)
Me gusta la historia de Lidia. ¡Qué mujer tan fuerte! Este pasaje es el primero de los pasajes de nosotros en los Hechos de los Apóstoles. Lidia y su familia son los primeros conversos de San Pablo en Europa. Me acuerdo de mi visita al Bautisterio de Santa Lidia en Filipos. Nos lavamos los pies en el río donde ella fue bautizada.

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Jesús dijo a sus discípulos: “Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él”. (Jn 14:21)
Muchas veces pensamos que la revelación consiste en un conjunto de secas propuestas para creer. Pero el Cuarto Evangelio según San Juan, tiene otra idea. La revelación es el fruto del Amor. No es una rutina tratando de convencerme de la verdad de algo que no puedo entender. Más bien, la revelación habla del Amor íntimo. Ser amado por el Padre y por el Señor Resucitado involucra un conocimiento de no propuestas secas, sino conocer a una persona. Es completamente diferente tipo de conocimiento—no de cosas, mas bien de una persona . . . quien se entregó a si mismo por nuestra salvación.