Estas reflexiones salen de más que 40 años de ministerio como sacerdote católico. Pasé la mayoría de estos años en la Diócesis de Charlotte que está situada en Carolina del Norte occidental de los Estados Unidos. Ahora, estoy jubilado, y vivo en Medellín, Colombia, y sigo sirviendo como sacerdote en la Arquidiócesis de Medellín.
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Para mí ha llegado la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento. (2 Tim 4:6-8)
¡Qué pasaje de las Escrituras tan lindo! Las palabras salen con la vida de San Pablo, una vida gastada en el servicio del evangelio, una vida llena de dificultades y privaciones, pero una vida, vivida al máximo. Ojalá que todos al final de la vida podamos decir: “He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe”. Ahora el viejo apóstol está esperando “la corona merecida”. Me gusta el libro Crowns: Portraits of Black Women in Church Hats (Coronas: Sombreros de Mujeres Afro-americanas) por Michael Cunningham y Craig Marberry. El libro de fotos de mujeres afro-americanas con sus sombreros para asistir la Misa. ¿Por qué tenemos que esperar la corona? Podemos llevar una corona ahora como prenda de la corona futura.
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Tú, en cambio, permanece firme en lo que has aprendido y se te ha confiado, pues bien sabes de quiénes lo aprendiste y desde tu infancia estás familiarizado con la Sagrada Escritura, la cual puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación. (2 Tim 3:14-15)
La Segunda Carta a Timoteo dice que Timoteo ha recibido la fe de su abuela y de su mamá. Como el viejo apóstol le recuerda:
Traigo a la memoria tu fe sincera, la cual animó primero a tu abuela Loida y a tu madre Eunice, y ahora te anima a ti. De eso estoy convencido. (2 Tim 1:4-5)
Me encanta este pasaje . . . eso me recuerda de las dos mujeres de fe en mi vida . . . mi mamá Norma y de mi abuela Minnie. Espero imitar el ejemplo que ellas me dieron.
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Querido hermano: Recuerda siempre que Jesucristo, descendiente de David, resucitó de entre los muertos, conforme al Evangelio que yo predico. Por este Evangelio sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la Palabra de Dios no está encadenada. (2 Tim 2:8-9)
Niños inmigrantes separados de sus papás y encerrados en jaulas han tocado el Sagrado Corazón de Jesús. Pero todavía sigue pasando. ¿Cuando vamos a hacer la conexión entre la Palabra de Dios no encadenada y las jaulas en que cerramos los unos a los otros? Como Jesús dice, no hay dos mandamientos distintos, amar a Dios y amar al prójimo, porque el segundo es igual al primero. O como dice la Primera Carta de San Juan:
El que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. (1 Jn 4:20)
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Por eso te recomiendo que reavives el don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos. Porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de moderación. No te avergüences, pues, de dar testimonio de nuestro Señor, ni te avergüences de mí, que estoy preso por su causa. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios. (2 Tim 1:6-7)
Las Cartas Pastorales, 1&2 Timoteo y Tito, están escritas en el nombre de San Pablo. Contienen muchos pasajes hermosos sobre el ministerio y la predicación del evangelio en tiempos difíciles: “Comparte conmigo los sufrimientos por la predicación del Evangelio”. San Carlos y sus compañeros recibieron el martirio a finales del siglo 19. Hoy en día cuando el racismo parece triunfante, podemos recibir aliento de las palabras puestas en la boca de San Pablo:
Por este motivo soporto esta prisión, pero no me da vergüenza, porque sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro de que él con su poder cuidará, hasta el último día, lo que me ha encomendado. (2 Tim 1:12)
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En aquel tiempo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos le enviaron a Jesús unos fariseos y unos partidarios de Herodes, para hacerle una pregunta capciosa. Se acercaron, pues, a él y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa lo que diga la gente, porque no tratas de adular a los hombres, sino que enseñas con toda verdad el camino de Dios. ¿Está permitido o no, pagarle el tributo al César? ¿Se lo damos o no se lo damos?” Jesús, notando su hipocresía, les dijo: “¿Por qué me ponen una trampa? Tráiganme una moneda para que yo la vea”. Se la trajeron y él les preguntó: “¿De quién es la imagen y el nombre que lleva escrito?” Le contestaron: “Del César”. Entonces les respondió Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Y los dejó admirados. (Mc 12:13-17)
Todos los dictadores del mundo tienen este pasaje grabado en su corazón: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Dos mundos, mundo civil, mundo religioso, el Estado y Dios. Pero, Jesús no dijo esto. La pregunta central es: ¿”Qué hay que no pertenece a Dios”? Esto es el punto de Jesús . . . todo pertenece a Dios. Jesús pone trampa a los tramposos. Además, el denario (la moneda) era blasfemia porque tenía la imagen del “César Divino”. Para ganar el denario hay que jugar con los Romanos. Los tramposos eran traidores.