Estas reflexiones salen de más que 40 años de ministerio como sacerdote católico. Pasé la mayoría de estos años en la Diócesis de Charlotte que está situada en Carolina del Norte occidental de los Estados Unidos. Ahora, estoy jubilado, y vivo en Medellín, Colombia, y sigo sirviendo como sacerdote en la Arquidiócesis de Medellín.
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En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos”. (Mc 12::28b-34)
La pregunta tramposa sobre el mandamiento más grande se responde cuando Jesús relaciona el amor de Dios con el amor al prójimo y dice que son la misma cosa. Y hemos estado luchando con esta enseñanza desde entonces.
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Hermanas y hermanos: Yo les pregunto: ¿Acaso Dios ha rechazado a su pueblo? De ninguna manera. Pues yo también soy israelita, descendiente de Abraham y de la tribu de Benjamín. Dios no ha rechazado a su pueblo, pues él mismo lo eligió. Porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su elección. (Rom 11:1-2a,11-12,25-29)
Qué difícil es para algunas personas aceptar la clara enseñanza de San Pablo sobre el pueblo judío . . . y del Concilio Vaticano II en NOSTRA AETATE (1965).
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Salmo Responsorial (Salmo 147)
R. Bendigamos al Señor, nuestro Dios.
Glorifica al Señor, Jerusalén;
a Dios ríndele honores, Israel.
El refuerza el cerrojo de tus puertas
y bendice a tus hijos en tu casa.
R. Bendigamos al Señor, nuestro Dios. El mantiene la paz en tus fronteras,
con su trigo mejor sacia tu hambre.
El envía a la tierra su mensaje
y su palabra corre velozmente. R. Glorifica al Señor, Jerusalén.
Fronteras pacíficas. El mejor trigo en abundancia. Puertas reforzadas. La palabra de Dios dada gratuitamente. Niños bendecidos, preciosos a los ojos de Dios. Y así nuestro corazón se mueve a alabar: ¡glorifiquemos al Señor conmigo, juntos bendigamos el nombre de Dios!
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Por aquellos días, Jesús se retiró al monte a orar y se pasó la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, eligió a doce de entre ellos y les dio el nombre de apóstoles. Eran Simón, a quien llamó Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago, el hijo de Alfeo, y Simón, llamado el Fanático; Judas, el hijo de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor. (Lc 6:12-19)
Mucha gente siempre ha sentido pena por san Judas por tener el mismo nombre que el traidor, Judas. Quizás por eso se convirtió en el santo patrón de causas desesperadas. Y llamaron a san Simón, el “Fanático.” Es genial saber que a pesar de nuestros nombres, nuestra raza, nuestro país de origen, del idioma que hablamos o de nuestra familia de sangre, todos estamos llamados a ser una “morada de Dios” y somos enviados a proclamar el mensaje del Señor “en toda la tierra".
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Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. (Lc 13:22-30)
Aquellos que quieren una iglesia más pequeña y pura seguramente se decepcionarán con Jesús, quien invita a cualquiera a sentarse a la mesa en el Reino de Dios.